domingo, 25 de mayo de 2008

CUENTO ULTRACORTO



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Este artículo expone algunas pautas para el estudio del cuento corto, entendido este como un relato de extensión menor a la convencional. Se propone una clasificación en cortos, muy cortos y ultracortos.

Al final de esta presentación podras dar tu opinión sobre este blog y ademas tambien puedes enviar enviar tus cuentos ultracortos favoritos a este mail : milita8302@gmail.com
asi podremos adicionarlos a nuestra colección de cuentos en este blog.

INTRODUCCIÓN


La brevedad en la escritura siempre ha ejercido un gran poder de seducción. Entre las formas de escritura radicalmente breve con valor literario podrían mencionarse el haiku, el epigrama y la poesía fractal.

Para estudiar el cuento breve podemos partir del acuerdo que existe entre escritores y críticos al señalar que la extensión de un cuento convencional oscila entre las 2000 y las 30 000 palabras. Al estudiar las antologías y las investigaciones que se han realizado hasta ahora sobre cuentos cuya extensión es menor a las 2000 palabras, se propone reconocer la existencia de tres tipos de cuentos breves. Las diferencias genéricas que existen entre cada uno de estos tipos de cuentos dependen de la extensión respectiva. asi: cuento corto, muy corto y ultracorto.


CUENTOS CORTOS : DE 1 000 A 2 000 PALABRAS

Estos cuentos han sido reunidos en diversas antologías de carácter internacional bajo el nombre de sudden fiction o ficción súbita, y también han sido llamados cuentos microcósmicos (en el caso de la ciencia ficción) o simplemente short shorts (cortos cortos).

Para Irving Howe, quien es autor, coleccionista y estudioso de esta clase de cuentos breves, “en estas obras maestras de la miniatura, la circunstancia eclipsa al personaje, el destino se impone sobre la individualidad, y una situación extrema sirve como emblema de lo universal (...) produciendo una fuerte impresión de estar fuera del tiempo” (I. Howe, x).

Entre los cuentos cortos más conocidos encontramos la colección de Pequeños cuentos misóginos (1975) de Patricia Highsmith, la abundante producción cuentística de Mario Benedetti o a las difícilmente clasificables narraciones breves de Felisberto Hernández, Oliverio Girondo y Macedonio Fernández, los textos de Tiempo transcurrido (1986) de Juan Villoro, La lenta furia (1989) de Fabio Morábito y Lugares en el abismo (1993) de Agustín Monsreal.


CUENTOS MUY CORTOS : DE 200 A 1 000 PALABRAS

Esta categoría está constituida por los textos reunidos bajo el nombre de flash fiction, las compilaciones de microhistorias y las narraciones instantáneas y urgentes escritas por mujeres.
Dice Irene Zahava sobre los cuentos muy cortos: son las historias que alguien puede relatar en lo que sorbe apresuradamente una taza de café, en lo que dura una moneda en una caseta telefónica, o en el espacio que alguien tiene al escribir una tarjeta postal desde un lugar remoto y con muchas cosas por contar (I. Zahava, vii).

Los títulos de los cuentos muy cortos suelen ser enigmáticos, y en ellos puede haber ambigüedad temática y formal, hasta el grado de alterar las marcas de puntuación. Los finales suelen ser también enigmáticos o abruptos (A. Bell, 30). Pero siempre se requiere que el lector participe activamente para completar la historia.

En este grupo de cuentos se encuentran “El silencio de las sirenas” incluido en el Bestiario (c. 1924) de Franz Kafka, y libros como la Centuria (Cien breves novelas-río) (1979) de Giorgio Manganelli, el Manual de zoología fantástica (1957) de Jorge Luis Borges, las Historias de cronopios y de famas (1962) de Julio Cortázar y Rajapalabra (1993) de Luis Britto García.


CUENTOS ULTRACORTOS : DE 1 A 200 PALABRAS

Estos textos constituyen el conjunto más complejo de materiales de la narrativa literaria. Está formado por los fragmentos narrativos seleccionados por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en su libro Cuentos breves y extraordinarios (1953), y por Edmundo Valadés en El libro de la imaginación (1976). También a esta categoría pertenecen los minicuentos del concurso creado por la revista El Cuento, los microcuentos de la compilación hecha por Juan Armando Epple en América Latina, los casos de Enrique Anderson Imbert y los llamados textículos de Julio Cortázar (especialmente los incluidos en su Último Round y en La vuelta al día en ochenta mundos).

Esta clase de microficciones tienden a estar más próximas al epigrama que a la narración genuina. El crítico alemán Rüdiger Imhof señala en su estudio sobre las metaficciones mínimas que para su comprensión cabal es necesario desviar la atención de las consideraciones genéricas acerca de lo que es un cuento, y dirigirla hacia el asunto más fundamental, que es la escala, es decir, la extensión de estos textos.

La fuerza de evocación que tienen los minitextos está ligada a su naturaleza propiamente artística, apoyada a su vez en dos elementos esenciales: la ambigüedad semántica y la intertextualidad literaria o extraliteraria.

Son cuentos ultracortos cada uno de los Ejercicios de estilo (1947) de Raymond Queneau; las parábolas budistas incluidas en la compilación de José Vicente Anaya, Largueza del cuento chino (1981) -en los que se puede estudiar la tradición más antigua de cuentos ultracortos-; las paradójicas parábolas sufis recopiladas or Idries Shah en Las ocurrencias del increíble Mulá Nasrudin (1976), en la tradición derviche; los textos de la sección Museo en El Hacedor (1960) de Jorge Luis Borges, y las recreaciones narrativas que constituyen la multitudinaria Memoria del fuego (1982-1986) de Eduardo Galeano.

En alguna ocasión señaló Edmundo Valadés que fue en 1917 cuando se publicó por primera vez un cuento ultracorto en Latinoamérica (E. Valadés, 195). Se trata de “A Circe” de Julio Torri, uno de los más importantes cuentos ultracortos de la tradición literaria mexicana. A partir de ese texto seminal se han producido otros como una respuesta intertextual a aquél: “Circe” de Agustí Bartra, “Aviso” de Salvador Elizondo y algunos más en el resto del continente.


CONCLUSIÓN

Tal vez el auge reciente de las formas de escritura itinerante propias del cuento brevísimo, y en particular las del cuento ultracorto, son una consecuencia de nuestra falta de espacio y de tiempo en la vida cotidiana contemporánea, en comparación con otros periodos históricos. Y seguramente también este auge tiene alguna relación con la paulatina difusión de las nuevas formas de la escritura, propiciadas por el empleo de las computadoras.
La última palabra, necesariamente breve, la tiene otro escritor, Irving Howe: “Los escritores que hacen cuentos breves tienen que ser especialmente audaces. Lo apuestan todo a un golpe de inventiva” (I. Howe, xiii).
Pero lo que se apuesta, a fin de cuentas, es el placer cómplice de cada lectura, un placer que tal vez se prolongue más allá de ese momento, y que tal vez afecte la identidad del lector. Esa posibilidad, entre otras, provoca que autor y lector compartan la creencia de que vale la pena seguir apostando todo “a un golpe de inventiva” en cada lectura.


ALGUNOS CORTICOS


Chao-Nan-sing

Gregario
El libro de la imaginación
Editorial Fondo de Cultura Económica

Un ciego estaba sentado en medio de varias personas. De pronto, todos se pusieron a reír y el ciego los imitó.

- ¿Qué ha visto usted para reír de esa manera? –le preguntó alguien.

- Puesto que todos ríen, es porque con seguridad se trata de algo risible –contestó el ciego. ¿No habrán pretendido engañarme, verdad?


Wilde, Oscar
Descontento
El libro de la imaginación
Editorial Fondo de Cultura Económica

José de Arimatea, después de la crucifixión de Jesús, se encuentra a un joven desnudo y lloroso.

- No me asombra tu gran pesar –le dice-, porque en verdad que Él era un hombre justo.

- No, si no lloro por Él –replica el joven-. Yo también he hecho milagros y todo lo que ese hombre ha hecho, ¡pero no me han crucificado!

Cebrián, Jordi
Demonios en paro

Desde que el Papa declaró que el Infierno era sólo una metáfora, los demonios se quedaron sin trabajo entre calderas y tridentes. Pero como los diablos otra cosa tendrán, pero tontos no son, acabaron todos bien colocados, buscándose la vida en otras ocupaciones. A los que les iba la acción y el ejercicio físico se mezclaban entre los ladrones, o los soldados, o los asesinos a sueldo. Otros preferían jugar con las palabras para convertirlas en venenos, y se hacían locutores de radio, o se dedicaban a la política, o estafaban viejecitas, o se hacían pasar por curas o profetas.

Botero, Juan Carlos
El Salón Rojo

Bajaron los presos del camión. Entraron callados y en fila a la cárcel. Todos vieron el letrero colgado sobre la entrada. Algunos lo leyeron: “Aquí entra el hombre, no el delito”. Los presos atravesaron fuertemente custodiados el corredor de baldosas verdes y fueron encerrados en la jaula. Al cabo de un rato, los sacaron uno por uno para tomarles los datos y las huellas. Después, les asignaban el patio correspondiente. Un negro grande con aspecto de bailarín fue asignado al Salón Rojo. ¿El salón rojo? preguntó al guardia que lo acompañaba. Suena bueno. ¿Le parece? dijo el guardia, y sonrió. No es rojo por lo divertido, dijo, y volvió a sonreír.



ALGUNOS CORTOS


Luján, Luis
El bagre compañero

Si lo veo al Bagre Rojas, pedazo de muchacho. Ni siquiera un bagre era tan parecido a un bagre como era el propio Bagre Rojas. Montaraz de hacha en mano en los chatos montes de espinillo y tala de Las Ceibas. Se quedaba un mes y medio sin salir del obraje y cumplido ese tiempo, salía una semana de franco. Semana que recalaba, entera, en el boliche del Gordo. Su experiencia en mostradores y mamúas le había enseñado que si se sentaba en un banquito y en una esquina, las paredes lo contendrían de una eventual caída y eso le daba tranquilidad.

En esa esquina pasaba la semana de descanso. Ejemplar único, el Bagre, cantaba y chiflaba a la vez, nunca he visto otro caso igual. Chupaba, se dormía, despertaba, en ese orden, orden que, en él, era circular. Si se dormía cantando, cuando despertaba retomaba el chamamé en donde lo había dejado, feliz anticipo de la memoria digital. Como tipo completo que era, una tarde que lo invitaron a un picado en la canchita de enfrente al boliche, aceptó. No iba a decir que no si era parejo y los parejos en este pueblo no le hacen asco a nada. Y fue al arco, único puesto posible para el Bagre. Allí, debajo del travesaño, bien al medio, hacía visera con la mano, el sol de frente le daba de manera criminal.

El boliche estaba a cien metros de la cancha y la mirada del Bagre, quemada por tanto fuego, oscilaba entre el campo de juego y el boliche que le traía esa nostalgia de la siesta al reparo, el sosiego que da el botellón al alcance de la mano. Entonces comenzó a evaluar que, si bien no tenía esa cobertura de paja y chapa, podría tener, al menos, el reposo del botellón al pie del arco. En cierto momento en que la pelota rebotaba cerca del área enemiga, Rojas consideró oportuno ir de una carrerita hasta el boliche y traer su vino para cumplir el sueño de la botella al pie. Y salió con trote confiado, no había peligro, la jugada

estaba lejos. Esa distensión lo llevó del trote al tranco apurado que enseguida transformó en tranco pasivo a medida que se acercaba.

La proximidad del líquido prometedor hizo que los sentidos del guardavalla comenzaran a gozar de antemano sus bondades. Así iba, como en un ensueño, como siempre iba, hasta que escuchó unos gritos paralizantes por lo graves: “¡Arquero... arquero...! ¿Dónde está el Bagre?”, inquirían las voces de los compañeros. Y el Bagre, recobrado en un orgullo ancestral de cumplidor, ahí nomás pegó la vuelta, sin botella. Esparcía cascotes con las botas de goma a medida que incrementaba su velocidad. Claro que el contragolpe fue mucho más veloz que el orgullo del Bagre y a la defensa no le quedó otra que barrer un delantero para evitar el gol. ¡Penal!. Y vinieron los reclamos: “¿Bagre hijuesiete... dónde te habías metido...?”

El arquero, sin responder, tomó posesión del cetro momentáneo, se agachó un poco y entornó los ojos oblicuos para ver mejor. Pata e´ fierro, ejecutor del tiro libre, penal por razones obvias, buscó su distancia en medio de un silencio mortífero. Pata corrió y tiró. El Bagre adivinó el lado. Con ciertas reminiscencias aborígenes y con esa elasticidad que suele dar el trabajo en el monte, ensayó una volada hacia el ángulo acertado, no como las tradicionales con el puño listo para sacar el balón, sino una volada al revés, patada voladora que fue a dar, violenta su bota contra el poste. El tiro salió arriba, a la derecha y afuera, pero el arco tembló, tembló también el tobillo del Bagre que de inmediato se hinchó, hinchando además la Pampero que cobró grosor y brillo.

En acto instintivo de supervivencia, el arquero, cabeza abajo, estiró los brazos que no fueron suficientes y su cara afilada fue a dar de lleno contra la tierra en polvo. “¡No, si no tenés arquero por las calores!”, dijo Lombriz Coqueta, aguatero del equipo, vinero en este caso. “¡Nunca había visto un bagre comilón de tierra!”, dijo otro, mientras el Bagre Rojas, la cabeza doblada contra el poste, ciego su ojo derecho, redondo de tierra pisoteada, escupía saliva de vino con pasto tragado en la bajada, con el dolor del cogote, capaz quebrado, con la hinchazón del tobillo, capaz pa´ siempre, pero con el honor a salvo... ¡Carajo!

Sorrentino, Fernando
El irritador

El 8 de noviembre fue mi cumpleaños. Me pareció que una buena manera de festejarlo consistía en entablar un diálogo con alguna persona desconocida.
Serían las diez de la mañana.
En la esquina de Florida y Córdoba detuve a un señor de unos sesenta años, muy bien vestido, con un maletín en la mano derecha y con cierto aire vanidoso de abogado o escribano.
—Discúlpeme, señor —le dije—, ¿usted podría por favor indicarme cómo debo hacer para llegar a la plaza de Mayo?
El señor se detuvo, me observó de pies a cabeza y me contestó con una pregunta ociosa:
—¿Usted quiere ir a la plaza de Mayo o a la avenida de Mayo?
—En principio me gustaría ir a la plaza de Mayo, pero, si tal cosa no fuera posible, me conformaría con ir a cualquier otro lugar.
—Muy bien —dijo, ansioso por hablar y sin haberme prestado la menor atención—. Tome hacia allá —señaló el sur—, y va a cruzar Viamonte, Tucumán, Lavalle…
Me di cuenta de que iba a encontrar placer en enumerar las ocho calles que yo debería cruzar, y entonces decidí interrumpirlo:
—¿Usted está seguro de lo que dice?
—Absolutamente seguro.
—Discúlpeme si dudo de su palabra —expliqué—, pero hace unos minutos un hombre con cara de inteligente me dijo que la plaza de Mayo quedaba hacia allá —y señalé en dirección a la plaza San Martín.
El señor se limitó a decir:
—Será alguien que no conoce la ciudad.
—Sin embargo, como le decía, era un hombre con cara de inteligente. Y yo, como es lógico, prefiero creerle a él, y no a usted.
Mirándome con severidad, me preguntó:
—A ver, dígame, ¿por qué prefiere creerle a él antes que a mí?
—No es que yo prefiera creerle a él antes que a usted. Pero, como le dije, ese hombre tenía cara de inteligente.
—¡No me diga…! ¿Y yo tengo cara de burro, acaso?
—¡No, no…! —me escandalicé—. ¿Quién dijo tal cosa?
—Como usted dijo que el otro hombre tenía cara de inteligente…
—Es que, en verdad, era un hombre con un rostro muy inteligente.
Mi interlocutor mostró alguna impaciencia:
—Muy bien, caballero —dijo—, estoy bastante apurado, así que lo saludo y me retiro.
—De acuerdo, pero ¿cómo hago para llegar a la plaza San Martín?
Hubo en su cara un breve gesto de contrariedad:
—¿Pero no me había dicho que quería ir a la plaza de Mayo?
—No: a la de Mayo, no. A la plaza San Martín quiero ir. Nunca se habló de la plaza de Mayo.
—En ese caso —ahora señaló hacia el norte—, tome por Florida, y va a cruzar Paraguay…
—¡Usted me está volviendo loco! —protesté—. ¿No me dijo antes que tenía que tomar hacia el lado opuesto?
—¡Porque usted me dijo que quería ir a la plaza de Mayo!
—¡En ningún momento hablé de la plaza de Mayo! ¿Cómo se lo tengo que decir? ¿Usted no entiende el idioma o todavía está medio dormido?
El señor enrojeció; vi cómo su mano derecha se crispaba contra la manija del maletín. Me dirigió una frase que es preferible no repetir y se puso en marcha con pasos rápidos y violentos.
Daba la sensación de estar un poco enojado.


Borges, Jorge Luis
El cautivo
Lectura para estudiantes 1
Ministerio de Educación

En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa.

Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.

Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo quería saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo quería saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.